Época: Paréntesis
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
La tumba de Tutankhamón

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

El chacal de Anubis descansa echado sobre la tapa corrediza de un armario de madera, chapada en oro y de forma de templete trapezoidal, rematado en gola y con baquetones en las esquinas. En el forro de oro de las paredes alternan pares del pilar died con pares del nudo the, en dos franjas superpuestas a un zócalo de paneles escalonados. Su actitud yacente no es óbice para que el chacal se mantenga erguido y alerta, como cuadra a la misión de guardián que se le ha confiado. Es una magnífica talla en madera, laqueada de negro y dorada en parte: el interior de las orejas, los ribetes de los ojos, el collar y una a modo de chalina que acompaña a aquél. En la factura de los ojos entran -con el oro- el cuarzo y la obsidiana; las uñas son de plata.
El perro tiene un aire fantasmagórico, como el de aquellos perros escuálidos y solitarios que en las noches de luna vagan sin rumbo a lo largo de los caminos del valle. Aseguraba Howard Carter haber visto un par de canes como éste en algunas de sus salidas nocturnas, y lo mismo creían conocerlo los viejos de las aldeas del borde del desierto. "El primer ejemplar fue visto por mí -declara el egiptólogo- a comienzos de la primavera de 1926, cuando encontré en el desierto de Tebas un par de chacales dirigiéndose hacia el valle del Nilo, como tienen por costumbre cuando la tarde oscurece. Uno de ellos era evidentemente el chacal vulgar, con el pelaje de primavera, pero su acompañante -no estaba yo lo bastante cerca para decir si era el macho o la hembra- era mucho mayor, de formas enjutas !y negro! Sus caracteres eran los del animal de Anubis". En el presente caso las inscripciones de la caja mencionan a las dos formas de Anubis: Imiut y Khenti-Sekhnetier. La figura había desfilado sin duda en el entierro del rey, custodiando en el armario una serie de amuletos de loza azul, dos cuencos de alabastro, uno de ellos con una sustancia carbonizada, y ocho pectorales decorados, que fueron revueltos por los ladrones.

El animal quedó a la entrada de la cámara como protector de los vasos canópicos, pero no en la forma en que hoy lo vemos, sino con el lomo cubierto de un paño de lino fino, el cuello rodeado de un pañuelo y de una guirnalda de lotos y flores de cereales.

El afán egipcio de ocultar lo sagrado a ojos profanos, incluso en el interior de una tumba que se suponía inaccesible a los intrusos a perpetuidad, fue tan exigente con las vísceras como lo había sido con la momia. Su monumental custodia alcanza casi los tres metros de altura y los dos por cada lado de su base cuadrada. Las cobras solares, en fila, se alzan sobre la gola de la cornisa de un baldaquino exterior, sustentado por cuatro pies derechos como podría hacerlo una escolta de disciplinados soldados, a razón de 13 individuos por cada lado. Lo mismo en el armario interior, similar a un templete herméticamente cerrado y coronado por idéntico número de cobras a escala menor. Aquí refuerzan la escolta cuatro estatuillas de diosas guardianas de los muertos, primorosamente ejecutadas en estilo amárnico, vestidas como vestían la reina y las princesas de la casa real, de finas y ceñidas túnicas y mantillas plisadas, la cabeza cubierta por el khat y el distintivo propio de cada una.

Además de extender los brazos en ademán protector, las diosas vuelven la cabeza a un lado, reforzando aquel su propósito y rompen así con la ley de la frontalidad voluntariamente, caso único conocido en la estatuaria egipcia, aunque no lo haya sido en la larga historia de ésta. Cada una de estas diosas, acompañada de una divinidad masculina, estaba encargada de la protección de un órgano de las entrañas: Isis y Amset, del hígado; Nephtys y Hapi de los pulmones; Neith y Duamutef del estómago, y Selket y Kebehsenuef de las tripas. Tanto el baldaquino o dosel, como el armario y las estatuas, descansan en el trineo habitual en los desfiles procesionales.

Hasta aquí todo era de madera dorada y pintada. Lo que el armario contenía eran cuatro ataúdes de oro, réplicas en miniatura de los de la momia, receptáculo, cada uno, de los órganos antes enumerados. Los ataúdes se guardaban en vasos canópicos simulados, en un armario casi macizo de alabastro, y cubiertos por tapaderas con el busto del rey, tocado del nemes y las insignias habituales. El armario tiene también forma de templete, con zócalos de diets y thets; y en las esquinas, las mismas diosas en relieve que por fuera protegen al monumento como estatuas. El gesto de súplica que hacen estas divinidades es tan sobrecogedor, que uno siente pena de haber contrariado los deseos y los conjuros formulados por Tutankhamon para que su tumba permaneciese sellada para siempre.

Con el acceso al trono de Amenofis IV -Akhenaton- termina el periodo del arte egipcio que suele denominarse clásico. Durante este reinado se produce el paréntesis amarniano. Su sucesor Tutankhamon será, también, un paréntesis, aunque popular y esplendoroso por el hallazgo de su inigualable tesoro.

Tras ellos se producirá un periodo de transición presidido por Ay y Horemheb. Alcanzamos así la XIX dinastía, la grandeza ramesida, que alternará una no disimulable decadencia artística -pese a rebrotes fulgurantes de la calidad clásica- con un gran poderío político, preludio del declive, que será completa a partir de la XXI dinastía. Entramos, pues, en la última gran época del arte genuinamente egipcio.